miércoles, abril 09, 2008

En busca de la lectura perdida...

Nuestras lecturas quedan en nosotros, no sólo en relación a su contenido, sino vinculadas a nuestra experiencia, la vida que en el momento de la lectura estuviésemos llevando; así las jornadas matutinas en que Marcel salía en busca del saludo de la duquesa de Guermantes están, para mí, ligados a un viaje en autobús a la casa paterna en una tarde de vísperas de la primavera; o el encuentro de Dorotea, la princesa Micomicona, con Don Quijote se dio una tarde lluviosa, también en un autobús (mientras le arreglaban una llanta) de regreso de las clases.

Cuando releemos, el encuentro se da, no sólo con una nueva obra, nuestra relectura, también se presenta, por un lado, la primera o anteriores lecturas y las conclusiones posteriores que de ellas sacamos; y, por otra parte, nuestra experiencia, nuestro vínculo con esa obra, que es parte de nosotros, puesto que se encuentra en nuestra memoria, donde descansa al lado de nuestros de esa época, los sinsabores, las alegrías y todo el conjunto de recuerdos del tiempo en que hicimos la lectura.
También la lectura esta marcada por los pensamientos, relacionados o no con la obra, que cruzaban por nosotros al realizarla; además de los factores externos, como la música de la radio encendida en el cuarto contiguo, o un rayo de sol sobre la mesa en que leemos, o el maullar del gato que brinca sobre nuestras piernas, o el olor a tierra del enjarre de la casa de los abuelos donde se pasaron unas vacaciones y que para llenar las tardes se leía, o el sabor del guiso que está sobre la estufa y se atraviesa entre un párrafo y otro a fuerza de hambre.

lunes, febrero 25, 2008

El Arte como trascendencia a la muerte

El ser humano se encuentra arrojado al mundo, no se posee más que a él mismo, encerrado por siempre en él, sin la oportunidad de una verdadera comunión con el Otro, enfrentado a la nada de su muerte, como paradigma de su propia existencia, a la muerte se dirige solo.
Ante esta perspectiva, ante todo desalentadora, el hombre ha buscado escapar de su finitud, el Arte es la forma en que el ser humano busca salvarse de la muerte, la manera en que ha intentado encontrarse con el otro, consigo mismo. Y es que esta necesidad viene insertada en nuestros genes, queremos ante todo perpetuarnos, por lo tanto, como animales políticos, culturales, también en la cultura queremos dejar una progenie. Así nos encontramos en la disyuntiva, nuestra existencia finita y nuestra necesidad de crear una descendencia nuestra, aunque no sea genética.
Para el hombre la única salvación que puede encontrar a su propia muerte, a su ya no ser en el mundo; la única manera en que puede sobrevivir, trascender a su propia existencia es el arte; la religión y la filosofía son sinónimos del arte como justificación al trascender, al vivir más allá de la propia vida. Mientras que en la religión se encuentra este fin mediante la subordinación del Ser Humano, de su inteligencia, voluntad e imaginación, ante la fe al ser superior, la divinidad, el individuo no es más que una creación que regresará a su creador tras la muerte. La filosofía se sirve de la inteligencia para formar un discurso que plante un entendimiento del mundo, una explicación, sólo una explicación. El Arte, crea, son sus obras las que ofrecen a la Humanidad una conexión entre ellos, una trascendencia, objetos carentes de utilidad, más que para sí mismos y que ofrecen al ser humano una posibilidad de significación, de sentido. El Arte es por y para el arte, se alimenta de sí mismo, en tanto que el mundo real, le sirve sólo de pretexto.

El hombre está solo. Marcel Proust lo plantea así: “Los vínculos entre un ser y nosotros no existen sino en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los despega, y pese a la ilusión con que quisiéramos engañarnos, […] existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de si mismo, que únicamente en sí mismo conoce a los demás, y, diciendo lo contrario, miente.”[1]. Si Proust nos deja en la soledad de nuestra existencia, Albert Camus nos deja incomunicados con los demás, incapaces de encontrarnos con ellos, con los “Otros”: “ […] la posesión total de un ser, la comunión absoluta durante el tiempo de una vida, es una imposible exigencia.”[2] Así, el Ser Humano es una isla, a la que le es imposible encontrarse con otra, comunicarse, llegar a la comunión con el otro. Pero de este modo es como el Arte entra en acción, es el espacio donde la humanidad tiene la posibilidad de comulgar consigo misma, de que sus partes, los individuos, trasciendan su individualidad, para encontrarse con el otro, ser el otro.
Porque el Arte es la manera en que profundizamos en nuestras almas; el autor y el lector de la obra deben sumergirse en sus espíritus para formarla, porque, como dice Octavio Paz en su “el Arco y la Lira”, “la participación [del lector] implica una recreación […]”[3], pues – y seguimos a Paz en este punto – “El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos”[4], entendiendo al poema como la obra de arte.
El premio nobel mexicano plantea que la creación es el proceso mediante el que revelamos las palabras justas desde el fondo de nuestro ser. “La creación consiste en sacar a la luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser. Éstas y no otras. El poema está hecho de palabras necesarias e insustituibles. […] Cada palabra del poema es única.”[5] Aquí lo que dice para la poesía se puede entender fácilmente como arte, y las palabras se pueden intercambiar por notas, colores, formas. Así también podemos tomar las palabras de Proust sobre este punto: “el campo que se abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que la componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrable y descorazonada de nuestra alma, que consideramos el vacío y la nada. ”[6] Y continúa el escritor parisién, para plantearnos, ahora sí, el logro del arte su inmortalidad, su trascendencia de nuestra propia vida y el encuentro de ella en la obra, nosotros trascendemos con las obras de arte que leemos […] Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos queda otro remedio con los objetos materiales, y que no podemos, por ejemplo, dudar de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de los que pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad […] Pereceremos, pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parecerá menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.”[7] El mundo se reconfigura, se metamorfosea con el Arte, extiende las formas de sus sombras hasta el infinito, es la lámpara de la que habla Proust, la lámpara que nos hará la muerte “menos amarga”, “menos probable”.

[1] Albertine Desaparecida, En busca del Tiempo Perdido 6, Marcel Proust, Compactos Anagrama, traducción de Javier Albiñana, pg. 63
[2] El Hombre Rebelde, Obras completas, Albert Camus, Colección Premio Nobel Aguilar. Pg 828
[3] El Arco y la Lira, Octavio Paz, Fondo de Cultura Económica. Pg. 43
[4] Ib. Paz, pg. 41
[5] Ib. Paz. Pg. 45
[6] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 412
[7] Ib. Proust 412

martes, enero 29, 2008

Por el camino de Swann o por qué Proust encarna a uno de los padres de la novelística del siglo XX

Si no se encuentra satisfacción alguna en releer un libro una y otra vez,
¿á qué leerlo ninguna?”
Oscar Wilde, La decadencia de la Mentira.

En busca del tiempo perdido es, valga la aseveración, la gran obra del siglo veinte. Puede observarse esto en las palabras John Shade, el poeta nos dice en su poema Pálido Fuego:
¿Por qué
despreciar un más allá que no podemos verificar:
[...] las conversaciones
con Sócrates y Proust en avenidas de cipreses,
[...].
Nos encontramos en este poema que el más allá, el paraíso son platicas con Prost; y he ahí una de las razones por la que se puede considerar a Proust el maestro de la novela del siglo XX, su sola presencia en un lugar bastaría para que este se tornase en el paraíso, según el poeta ficticio.
Así, no es casual que Vladimir Nabokov(1899-1977) considere, por intermediación de su poeta ficticio John Shade, en su poema Pale Fire, que el paraíso sean charlas con Sócrates y Proust. Marcel Proust (1872-1922) marca toda la literatura posterior a él. El premio novel de literatura, Albert Camus(1913-1960), dice, en su ensayo el Hombre Rebelde, que la maestría de su compatriota estribo en su capacidad para crear un mundo cerrado que escapaba de la muerte. Porque como bien consideró Camus, el mundo cerrado de las novelas proustinas, son la inmersión en el alma humana.

La Novela del siglo XX cae bajo las esferas de influencia de dos obras, las que la definirán; por un lado, James Joyce (1982-1942) con su Ulises, y por otro, En busca del tiempo perdido, de Proust. Esto, porque la primera hace alarde de la experimentación, da rienda suelta fluir del pensamiento, es la literatura de los discursos internos, mientras que en la segunda –en las segundas, porque como La comedia humana de Balzac, En busca del tiempo perdido es una novela constituida por otras novelas–, es la interiorización, el tratar de captar el recuerdo, la memoria, pero a través del mundo, es en el mundo donde el narrador encuentra los detonantes de la memoria, aquellos que lo trasladan a otro tiempo, son los que guían a la novela, a través de ellos conocemos, tanto al narrador y sus emociones, como al pasado y los otros personajes: “Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocultase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes que nos llegue la muerte…”[1].
Es a partir de la llamada memoria sensible que Proust nos traslada por su mundo, por sus memorias. Por el camino de Swann es el primer volumen de los que constituyen la obra capital del parisién, e inicia con el narrador-autor meditando en su cama, a partir de estas meditaciones el lector es transportado a la infancia de Marcel, a los cuartos en que dormía en aquel tiempo, al pueblo de sus abuelos, donde pasaba sus vacaciones, donde, desde la habitación de su tía abuela veía los campanarios de la catedral gótica del pueblo, de Combray. Pero la anécdota no es la esencia en la novela proustiana, sino que va más allá, son los recovecos de la memoria en donde se pierde la anécdota, donde el simple olor de una flor ya marchita, el encuentro con aquel objeto material, nos llevará a encontrarnos con aquella amada que se ha olvidado o con aquel amigo que ya no se trata.
Para llegar a entender esta obra que profundiza en el alma humana, en la que es “el hombre, a quien él [Proust] se había puesto a investigar…”[2], debemos conocer la vida del escritor. Marcel Proust nació en la casa de sus padres en París. Tuvo una infancia encerrado debido a una fuerte asma que lo acompañó toda la vida. Llegó a relacionarse tanto con la aristocracia parisina, como con algunos de sus intelectuales e hijos de estos, fue amigo del hijo del músico Bizet. Su primera obra Los placeres y los días lo publicó en 1896, antes había intentado escribir una novela que nunca terminó, y donde se prefiguran muchos de los personajes que aparecerán en En busca del tiempo perdido. Oculto su orientación sexual, de donde se puede observar en su obra los personajes homosexuales, de hecho son varios de sus amantes los que formaran a la amante del narrador-autor Albertine. Quizá la razón por la que su propio personajes es de los pocos en la novela que no llega al anacnolisis homosexual, como muchos de los amigos de éste, se encuentre en el destino trágico que sufrió Wilde, a quien conoció y de quien fue amigo.
A través de episodios de su propia vida y de personas reales a las que ficcionaliso, Proust nos va sumergiendo en esa exploración del alma, del espíritu. Donde él se llega a burlar de su función como novelista, de investigador: “el marqués preguntaba: “¿Qué hace usted por aquí amigo mío?” A un novelista que acababa de calarse el monóculo, su único órgano de investigación psicológica y de impecable análisis, que respondió con aire importante y misterioso, arrastrando la r, “estoy observando”…”[3]. Pero donde no olvida la importancia del Arte, al que considera el único factor capaz de ofrecer un significado al mundo, al que se une la memoria sensible en esos encuentros con el objeto material. Por ejemplo las notas de una canción de Vintuel lo llevan a decirnos: “el campo que se abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que la componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrable y descorazonada de nuestra alma, que consideramos el vacío y la nada”[4]. Esa misma noche donde él se internó, para ofrecernos, como un nuevo Prometeo, la luz de su obra, la que se interna en el Alma, no sólo suya, sino en la de la humanidad toda, donde triunfa sobre la muerte, como bien lo dijo Camus: “En cuanto a Proust, su esfuerzo ha sido el de crear a partir de la realidad, contemplada obstinadamente, un mundo cerrado, insustituible, que no perteneciese más que sólo a él y que indicase la victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte...”[5]. Ese mundo donde la realidad no alcanza, porque no es suficiente para mostrarnos todo lo que Proust nos muestra, porque los lugares no son los mismo que fueron entonces, como él mismo nos dice al final de Por el camino de Swann: “Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre muchas otras, de las impresiones que formaban nuestras vidas de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.”[6]. Es por esos fugitivos instantes que Proust se enfrasca en la búsqueda, no del tiempo perdido –que al fin no recobrará –, sino del alma, del hombre mismo, a través de la nostalgia nos lo va mostrando, nos va construyendo esa alma a base de recuerdos, de remembranzas, de esos instantes que constantemente evoca, que no puede hacer otra cosa que evocar, para construir ese mundo del que nos habla Camus, desde donde nos ilumina, pues ha viajado a las profundidades del espíritu para presentárnoslo, es él el explorador de lo invisible ante quien “reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisible [Proust] captura una de ellas [sus obras] y le trae de ese mundo divino donde le es dado penetrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo”[7]. Nos ilumina con la luz que ha descubierto, con esos instantes que ha traído de la noche del Alma.
[1] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 60.
[2] En torno a Marcel Proust, Por el camino de Israel, Sherban Sidéry, pg. 101.
[3] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 386
[4] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 412.
[5] Camus, Albert. El hombre Rebelde, pg. 833
[6] En busca del Tiempo Perdido, Por el Camino de Swann, Proust, Marcel, Alianza Editorial, pg. 503.
[7] Ib. pg. 413.