lunes, octubre 06, 2008

¿Cómo la reconocen? ¿Qué cara tiene la locura?

A finales de Julio se cumplieron veinticinco años en que, deshidratados y en la inanición, fueron encontrados los locos de Alcalá, a esas personas las hallaron los automovilistas que recorrían la carretera Delicias-Chihuahua o que iban hacia San Diego de Alcalá; días antes habían sido abandonados a su suerte en el desierto por un patrullero del municipio de Chihuahua.
Estos hechos fueron los que dieron pie a Alfredo Espinosa para construir su novela, aunque en su texto prefirió trocar nuestra orgullosa capital que esperaba la llegada del Presidente de la República, por un pueblo, más abarcable y, quizá, más verosímil en su monstruosidad que la ciudad.
En la realidad, en la Chihuahua de 1983, sólo fueron responsabilizados dos funcionarios, el patrullero y su superior, y lo único que se les hizo fue separarlos de su cargo. Las personas que abandonaron en el desierto de Alcalá habían sido recogidas de las calles del centro, eran los indeseables, aquellos que las buenas gentes, los justos, no deben de ver.
Este es el trasfondo con el cual Espinosa construye su novela; ¿Por qué la decisión de limpiar las calles de locos? Cuestiona a lo largo Infierno Grande. ¿Qué hay detrás de esta decisión? Por un lado intenta comprender lo que ocurrió hace ya veinticinco años, durante la administración municipal de Francisco Cota Martínez; y por otra parte, profundizar en el alma humana y saber qué es lo que nos lleva a actuar de esa forma, a segregar, perseguir y a aniquilar a nuestros congéneres.
Así Alfredo Espinosa crea un pueblo desolado, un lugar donde el acto atroz que se cometió en Chihuahua hace 25 pudiese ser, si no menos terrible, al menos más verosímil. Albores se va perfilando poco a poco en la insolación continua a la que esta expuesto, un pueblo que de poco en poco se torna un espejismo, como le dijo el padre Krauss a Encarnación cuando llegó a él: “Esto no es un pueblo […] es un espejismo[…]”[1]; mientras ella, a su vez le hablaba sobre su génesis: ““ Hace muchos años, padre, lo parió el delirio de un gambusino insolado llamado Primitivo Esquerra; desde entonces los ríos comenzaron su éxodo, las parvadas de pájaros cantores huyeron y las venas subterráneas de la vida le fueron sacando la vuelta a Albores porque sus tierras estaban manchadas de pecado que no se limpia con agua alguna sino que todos los días deben de someterse a las lumbres inclementes del sol””[…][2].
Albores, mientras se avanza en la lectura de Infierno Grande, se nos va poblando de fantasmas, vamos descubriendo que sus habitantes están al borde de la existencia, a punto de pasar a ser sombras, no más que los fantasmas penitentes. Así lo piensa Segovita, el heredero del antiguo gobernante del pueblo, en la insolación de las tres de la tarde: “andan muchas almas resucitadas en estos cerros y llanos; gentes como uno que andan buscando una razón para ser real”.[3] Puesto que las gentes, los habitantes de este poblado en medio del desierto se extravían en la contemplación de sus almas, es el mismo personaje quien cavilando nos dice: “En el desierto no hay donde entretener la mirada; uno se extravía hasta que no hay más remedio que volver los ojos hacia uno mismo, hacia la tiniebla, los caminos retorcidos de uno mismo”[4]. En estas incursiones hacia dentro de ellos mismos los alborenses se van perdiendo.
Albores es un camino sin retorno hacia la podredumbre. Los personajes de Espinosa se pierden y sus espíritus se les pudren, tanto por sus demonios como por el ambiente de desamparo y desolación en que viven, en esos mares de la desdicha donde Primitivo Esquerra amarró su nomadía.
De ahí que Luz Segovia, la tía de Segovita, la madre estéril y castrante diga: “Es Albores, […] la sangre se le pudre a una en las venas. A pesar de que corre parece que se estanca; nos mancha y nos pudre.”[5]
La podredumbre de sus habitantes es la condición que Espinosa considera necesaria para que en un lugar se pueda llevar a cabo la atrocidad cometida en contra de los locos de Alcalá. Es en esta mirada dirigida a la podredumbre donde radica la ácida y profunda crítica que Alfredo articula a lo largo de la novela. El autor va enrareciendo al pueblo y a sus habitantes, para mostrarnos en el sopor de las tres de la tarde la conflagración de los demonios, momento en que los cuerpos inmóviles dejan que los vericuetos de sus almas se muestren y de ellas salgan los demonios. A quienes “La imaginación del hombre los ha creado y los cría en su corazón sin darse cuenta”[6]. Para Espinosa estos demonios son los mismos que producen, por un lado, la locura, y por el otro, el afán de combatirla y aniquilarla.
En este punto el psiquiatra comulga con Foucault. El poder designa qué es la locura y quiénes la padecen. No por nada los cuestionamientos que los “locos” se hicieron cuando fueron conducidos al desierto: “¿Cómo la reconocen? ¿Qué cara tiene la locura? [… ] ¿De qué color es la locura?”[7]. Nadie más que las personas que ostentan el poder son los que pueden designar quienes son locos y han de ser limpiados de las calles de Albores, por ello Gertrudis Jáuregui decide que María de la O, amante de su hijo, sea conducida entre los locos.
También como testigo de ello esta la metamorfosis que el padre Irigoyen realiza sobre el profeta a quien convierte en el sanforizado sólo con estas palabras: “No hagan caso de falsos profetas. Yo conozco a ese predicador: es un loco. […] A ese hombre Dios lo castigó. Lo volvió loco por ser protestante.”[8] La locura es el castigo por el pecado, por las equivocaciones.
Los locos son la encarnación de los pecados del pueblo y de su propia locura. La Santa perdió a su esposo en manos de los hombres del pueblo, apenas un día después de la boda; asesinato sin más autor que el pueblo, hecho que anticipaba lo que se haría con los locos.
La locura, íntimamente vinculada con los desposeídos y los indeseados de la sociedad, en el trato que le da Espinosa en su novela recuerda la miseria que padecen los personajes de José Donoso, autor que hace de los desposeídos el eje central de su obra. Del mismo modo en que Donoso toma al miserable, Espinosa toma al loco; mientras que el chileno crea el Lugar sin límites el chihuahuense crea el Infierno Grande, ambos escenarios alegóricos donde se debate el alma humana, salvo que en el lugar sin límites Dios, el personaje omnipotente que es Don Alejo aún vive y en Infierno Grande, el personaje que encarna el poder, el Dios Padre, Segovia Grande, ha muerto.
En Albores los herederos del poder, de Segovia Grande, del Dios padre, son quienes deciden desterrar a los locos, no pueden atenerse a sus jugarretas. Toman en sus manos el papel de los justos, juzgan y condenan. Pero para los habitantes de Albores, para Alfredo Espinosa, aún los más justos de los justos, los Santos están poblados de demonios: “Los Santos están llenos de demonios […] ¿O son ellos los demonios?”[9] Nos dice el autor en voz de Altagracia, quien después de este episodio de fiebre se convierte ella a su vez en una Santa, no sin antes cuestionar la bondad sacra: “¿Son malos los santos […]? ¿Por qué se ríen de mí? Me hacen señas feas, les brillan los ojos, me dicen cosas horribles. Mira a Jesucristo, ahí, el de la cruz, me está enseñando su verga.”[10].
Pero, ¿cuáles son las diferencias entre ese infiero, esa alegoría que es la novela y nuestro mundo real, nuestro Chihuahua? El lector encontrará inquietantes y profundas similitudes. No estamos ante un libro halagüeño sino ante una necesaria, urgente, denuncia de los paradigmas, de los constructos y los prejuicios que acaban por enrarecer la sociedad. Un libro que sigue siendo vigente aún en esta nueva edición, después de 20 años de haber sido escrito. Aun en una sociedad aparentemente urbana y moderna. Tal es el poder de la literatura que puede golpearnos donde lo necesitamos y poner frente a nuestros ojos las heridas que la vida cotidiana y el poder público nos han ocultado, a veces de manera criminal. Vivimos en una sociedad enferma, herida de muchas maneras, en la cual es difícil distinguir las verdaderas magnitudes de la locura. ¿Quién es el loco? ¿Quién es el fantasma? ¿Qué es lo real cuando la realidad ha llegado a ser controlada por los poderosos a tal grado que un crimen como el que motivó la escritura de este libro puede ser borrado de la memoria colectiva?
De nuevo corresponde a los escritores y al arte convertirse en la consciencia de la sociedad. De nuevo es imperativo estimular el sentimiento crítico y vigilar a ese infierno que puede desatarse al amparo de la inconsciencia pública y el olvido. Ese es uno de los grandes méritos que hacen a esta novela una pieza imprescindible en nuestra literatura.
Alfredo Espinosa deconstruye en la locura de sus personajes los símbolos de poder, los mismos símbolos que los conducen hacia el desierto; para ofrecernos, por medio de una prosa lírica y fluida una obra con una fuerte crítica a los sistemas de poder en los que vivimos, los mismos que en el verano de 1983 abandonaron a su suerte a un grupo de personas en el desierto, porque el Presidente de la República iba a visitar la ciudad.
[1] Infierno Grande, Espinosa Alfredo, reimpresión 2008 (1991), pg. 53
[2] Ib.

[3] Infierno Grande, Espinosa Alfredo, reimpresión 2008 (1991), pg. 30
[4] Ib.
[5] Ib. pg. 71
[6] Ib. pg. 51
[7] Ib. pg. 78
[8] Ib. pg. 94
[9] Ib. pg. 91
[10] Ib.

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